Por Leticia Salazar Castañeda
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su delirio como un relámpago.
Cómo ahuyentar su abismo en el fondo marino de cada quien,
su candor silencioso reflejando las tumbas de la memoria,
con qué aullidos disuadirla.
Qué haré con este miedo creciendo en el hueco de mis manos,
estancia que gesta mi locura protegida por la luz de unos ojos.
Cómo existir este día sin tus tempestades,
esta hora que no quiere tripulante en sus entrañas,
sólo nombrar el deseo,
los anhelos de los que crecen con los sueños,
adivinar las flores que revientan en la esperanza de los otros
los que no mueren,
los que hacen de la vida su pasatiempo favorito.
Dime con qué blasfemias postergar este amor,
con qué oraciones llevarlo hasta las corrientes de tu sangre,
al firmamento de tus dedos,
a la risa de pájaros ocultos en tantas madrugadas.
Sé que la muerte es un grito y callo para no morir,
escondo mi verdad de náufrago en estas aguas
donde mar y llanto son lo mismo,
donde todos los ojos arden en sus cuencas
y los labios dicen la palabra que ayer desconocían.
Mientras yo busco poemas que lleguen a la cumbre del mundo,
al monte de tus manos.
Los guiños de la gente me hablan de sucesos venidos a nada,
de tu muerte hecha profecía en el recuerdo.
Hay tanto sosiego en la mezquita de tu devoción,
tanta paz que alguna vez repartimos en las ilusiones de los hombres.
Fui yo quien descubrió los santuarios de tu pecho
y te respiró la sangre que se volvió mi casa,
tu caverna de fiera solitaria fue el lugar más siniestro de mis confusiones.
Juntos hicimos caminos con la anchura exacta de nuestras huellas,
formé tu cuerpo a la medida de mis brazos
con esa analogía de nuestras fuerzas contrarias,
nuestras geometrías de mujer y hombre.
Juntos frente a frente nos hacíamos muro
para no dejarnos ver el dolor humano,
el hambre, la guerra, las heridas,
juntos atrapamos multitudes y caminamos con su fatalidad a cuestas,
fuimos el reverso de su fanatismo,
de sus luces ciegas.
Por las noches callo para no morir porque la muerte es un grito,
cayó hasta explotar en el silencio y hacer del eco un silbido que nos una,
que nos levante de nuevo al anónimo de nuestros nombres.
Esta quietud respira por tu pensamiento,
borra mis versos en la penumbra donde habitas esta soledad inmensa,
esta procesión de acciones cotidianas.
Sí pudiera decir algo de los muertos…
-de tu prolongación en esta savia que es mi existencia-
Sólo sabemos de su silencio,
de su ausencia en la inmediatez de las pupilas,
el frío de sus espejos,
su materia metafísica a media tarde cuando más duelen las heridas.
La casa es tan grande sin tu respiración,
sigue derramándose tu risa sobre el plano improvisado de mis lágrimas,
también aprendo a maldecir y en ello me va tu nombre
reclamando la ancestral costumbre de que alguien le responda.
¿De qué tragedia desconocida,
de qué milagrosos designios sale tu fantasma
como un pavor enardecido,
como un miedo capaz de sobrecoger a cualquiera?
Callo para no morir…
Gira tu esencia entre los vivos y jadeo en ese vértigo
sin más apoyo que mi fantasía.
Cae la lluvia en este lado del mundo,
en el otro quizá comience una fiesta,
un lunes,
un concierto de Rock,
aquí sólo llueve en tu nombre y en tu nombre
invito otra ronda sobre mi mesa de alcoholes
rodeada de presencias extrañas.
Hace frío este febrero,
en los otros no sé lo que pase,
aquí hay algo en sus aires desatando los instintos,
algo que grita el vacío de los que se van sin despedirse
pensando que su cuenta está saldada.
No sabía de los exilios que ahora defino como el mal de los amantes,
ni de este monólogo aumentando mis adicciones ante el mundo,
ni de mis aberraciones,
ni de mis desvaríos en una isla que jamás sabe uno dónde termina.
¿Hacia dónde emigran los muertos?
¿Qué rumbos solitarios los contienen que no vienen a contarlo?
¿Qué tormentos pulen sus olvidos?
Duele a la noche la incógnita de tu muerte
pero no develará tu misterio para quejarse,
Le tiembla la luz del relámpago
y el destello de la cigarra
que en la distancia se reconocen,
y yo imagino que ahí estás tú,
con tu morboso complejo de Dios
queriendo alumbrar el mundo como alumbraste mi vida.
Miro los espejos que forman esta metrópoli:
veinte pisos de espejos alientan mi tentación,
pero debo callar para no morir,
mi grito lanzaría millones de esquirlas al viento:
decapitación en masa sería la historia de la humanidad.
Mejor respiro para destruir sosegadamente,
después de todo quizá la estética me salve,
por eso he descartado una bala en la cabeza,
en el corazón,
en mí misma,
y callo para no morir…
A mi paso, la calle gime por sus heridas de asfalto
y no puedo concebir que una mueca tuya
se refleje en los muros en lugar de un cigarrillo,
o que tu voz cante al amor plagiando
un promocional de tecnología “internet”,
o que esta vía de concreto convierta unos metros
en filo de espada sólo porque me faltan tus manos.
¿Recuerdas aquél ojo cíclope resguardando nuestra casa?
¿Recuerdas que éramos extraños
pero un día al no encontrarnos
nos faltó la mitad de nosotros mismos?
Tu muerte tiene fauces,
y yo soy un molusco en agonía
orbitando en esta habitación llena de objetos
que sufren de tu ausencia.
Se duelen las cosas de esta casa:
padece vahídos el espejo
los focos se quejan de ceguera
-parecen andropáusicos-
tu ropa gotea pausadamente en los armarios,
la madera cruje por sus nudos cancerosos.
Imagino tu fantasma y apareces,
cual niña regañada me acurruco entre tus brazos
y enseguida me despiertan tus juegos perversos,
la luz de tus luciérnagas.
Llegas infinito hasta mis manos
y el miedo se vuelve broma en este cuenco deshabitado.
Te imagino en el momento diminuto,
ahí encarcelo tu luz,
tu néctar,
tus estaciones,
tu resplandor en esa historia que nos repetíamos a diario
y yo me buscaba en el asombro
de mí misma.
Éramos inocentes en aquél tiempo,
una fiesta nos crecía cual color portentoso de la vida,
traíamos liturgias en los brazos,
pecados en el alma,
cargábamos sueños en la cruz de una hechicería permanente.
Un día moriste y la existencia se me volvió tu muerte,
y tuve que inventarme otra historia…
Desde entonces he inventado tantas historias
con el mismo mito tatuándome el rostro,
con la misma erosión
que ya no da para milagros…
En nuestro tálamo un libro con olor a sexo
duerme el sueño de los justos.
La casa está revuelta,
sin discriminación alguna,
y sé que tengo pedacitos de noche bajo mis ojos.
Amanezco, no sé por qué misterio,
bañada en tu sangre
que anida las aguas de este mundo.
Todo es sangre desde el día que abriste un grifo en tu cabeza
y el rojo salió despavorido.
Desde entonces los días corren tras de mí con su pincel en la mano,
creen que soy muro y quieren dibujarme pesadillas,
alcoholes,
soledades…
quieren pintarme un suicidio insospechado,
una trampa de amarguras en el alma,
una bala de plata sobre mi cuerpo de loba.
Mas yo copio en blanco mis verdades:
¡Que sea blanca la pendejada de tu muerte!
¡Que sea falso mi dolor en esta carne de arena que se desploma!
¡Que se escuche mi blanco sólo!
sin tu cuerpo podrido bajo las sábanas llamándome
estrella,
Alondra,
sonrisa,
mientras yo sáciome llorosa en tu putrefacción
repitiendo nuestros nombres en diminutivo,
con el “ito” que agotó el lenguaje de nuestros días
y hoy es filo en la parte madura de mis tímpanos,
una calamidad que jamás hubiera imaginado
a pesar de nuestros nombres,
nuestros cuerpos,
nuestro nihilismo.
El día que moriste mi dolor desató un viento huracanado,
los perros aullaron en los patios vecinos
esa madrugada,
anocheció de pronto y aún no puedo vislumbrar
el margen de aquél río,
aquella arboleda cómplice de tu esperma,
tus neuronas y las mías.
Recuerdo que ahí inauguramos a ciegas
los solares de nuestra adolescencia,
ahí festejamos la verdad de aquel cuento de reyes y princesas
que había sido desde siempre nuestra pregunta,
ahí fuimos el punto cierto de la vida custodiados
por el celo de muchos ahuehuetes.
¿Por qué tus preguntas ocurrieron siempre en los planos de la noche?
¿Por qué no me dijiste que una empuñadura te reía cada amanecer
a pesar de nuestras quimeras?
La mañana que te fuiste bastó mi silencio
para unirme al dolor del mundo,
Tuve que vestirme y acercarme a su miseria
desconocida hasta entonces,
desde ese día escurro su verdad
con la misma capacidad inadvertida y dolorosa,
con su mismo enigma petrificado en la mirada.
A veces pienso que tu muerte es un recuerdo
que no pude haber vivido
y que una constelación equivocada
me lo puso en la memoria.
Pero una fisura incurable te nombra,
alude a tu elipsis con lenta mecanografía,
pronuncia tu gravedad,
tu historia irremediable.
He barbechado la espera…
el tiempo es un minuto
de silencio a punto de culminar,
absorta reúno las frágiles siluetas que ocasionas
en este abandono de clamor ineludible.
Algo ha dejado de existir en el interior de mi reflejo dividido.
¡Pero cómo gritar esta muerte y no morir!
¿Con qué inadvertida voz lanzarla al vacío
sin que despeñe las estrellas?
¿Qué resonancia debiera inventar mi grito
para no violentar los cielos,
donde quizá estás tú gritando nuestras muertes y resurrecciones?
¡Adónde se van los muertos…!
¡Qué senderos trazados por los dedos de Dios
nos muestran su destino!
Intento conquistar tus luciérnagas
pero jamás supe de dónde te llegaba su luz,
ni aquella libertad que nos temblaba bajo las sábanas.
Sólo sé de este grito al alcance de la muerte,
y callo para no suicidar al mundo.
El reflejo de tus lunas se ha formado en abismo,
en un desfiladero que no permite descansar
las voces que me conjugan en el verbo del grito,
un verbo capaz de adivinar las intenciones,
los deseos que asfixian,
las ansias que se atoran en los umbrales
de cada madrugada cuando despierto nudo ciego
en la maldición de tu muerte,
y vuelvo a ser mi grito mudo que agoniza,
mi dolor carente de sonidos,
mis ganas de asesinar al mundo,
tus lunas,
tus luciérnagas…
pero callo para no morir,
porque la muerte es un grito…
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